Le sucederá en la esquina, con tacos
altos y labios pintados de baldosa, sobre las piedras rugosas en la acera que
la llovizna humedece. Ella será una moza servidora de tragos turgentes y de las
sobras de su cotidiana misión. Habrá algunos ojos arriando con la mirada
algunos cuerpos y luego un cielo de madera esperándola. En algún momento sonará
la alarma de la carne en la hora del robo animal, cuando las agujas del tiempo
se le claven en el centro del corazón, otro, el pudor, susurrará ocupado en
regar la selva que se inundará con el rezo silencioso por el paraíso prendido
al chaleco negro del infierno. Le crecerán los segundos cuando las agujas del
tiempo se le vuelvan a clavar en el cuarto. Habrá ese cielo espejando un lago y
roerá las paredes con el grito, el rito, el mito, el hito. Y volverá a sonar la
alarma de la carne en el robo animal por los tantos placeres vendidos como
atados de pecado, de esa preciosa perla que entrega su casa en la costa de un
país rendido a una ciudad venida de avenidas.
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