Lágrima:
Leche con "una lágrima" de
café, es decir, con una gotita que apenas oscurece el tono de la leche. En
lugar de "lágrima" bien podría llamarse "gotita", pero al
parecer la melancolía tanguera ganó de mano. En otros países se llama
"leche manchada". Un consejo: si usted quiere pedir una lágrima en
una gran cadena de cafés de la ciudad de Buenos Aires, recomendamos pedirla por
su nombre y describir cuidadosamente la bebida, y no decidirse inmediatamente
por un macchiato, que aquí no suele ser más que un cortado largo con nombre
glamoroso. (Fuente: conexionbrando.com)
Un cartel dice cerrado,
pero dentro se ven siluetas de gente sentada una frente a otra. Algunos tienen
un vaso, o una taza grande o chica en sus manos. Otros mueven las manos en
gestos que podrían decir algo tal como “te lo dije”, “no fue así”, “era mi
intención”. Entré queriendo encontrar los colores de las sombras que por fuera
fracasaban al sonido de la calle, la sirena y sus luces, el semáforo y su
ronquera de esquina fría. Al abrir la puerta se abrió un murmullo al lado mío,
quizá a la derecha y a la izquierda, porque delante un mozo con la bandeja
equilibrada me decía, “aquella mesa está libre”.
Cuando abrí la carta me
dieron unas ganas tremendas de escribir pero la lapicera y el papel quedaron en
la cartera roja. No hubo otra opción que leerla desde el principio hasta el fin
hasta encontrar la lágrima. Siempre me pierdo con la carta como con las
novelas, pero el precio de una lágrima en el menú es un número sin decimales.
Miré la pared del reloj,
la pared del espejo, la pared de los cuadros de gente posando para una foto que
será enmarcada, la pared de la ventana cerrada, el piso de madera, el techo
alto con vigas oxidadas. Entoné un “tarará” que rebotó en eco suave en otra
mesa mientras ese alguien bajaba la cabeza y leía un libro. Descubrí una
rajadura en la columna del centro del salón y pensé en la posibilidad que todo
se derrumbara.
Un viento fresco entró
por la puerta cuando una pareja de ancianos entraron sosteniéndose entre si.
Quise calcular la distancia exacta entre la barra y mi mesa, podrían ser dos
metros y medio, pero estoy segura que era menos. El murmullo se mezclaba con
una música repetitiva parecida a un tango nuevo. Supe entonces que había que
prestar atención a las palabras que empezaban a rebotar contra las mesas. No
podía escribir, entonces debía recordar. Casa. Avenida. Azúcar. Tergopol, pool,
medias, acero quirúrgico, nostalgia, espadol, partir. A medida que aparecían
quería componer una frase, pero si bien al principio sonaban una a una, en
breve coincidieron entre ellas, y ya eran diez, y veinte y treinta palabras dichas
al mismo tiempo. Como un coro cuando el director cierra la mano en el aire
queriendo cerrarlo, se hizo un silencio absoluto y nació mi susto.
Respirar al ritmo del
segundero del reloj, crujir el azúcar en la taza mientras giraba el líquido
blanco, era tranquilizante. Tres chicas se golpeaban el hombro unas a otras y
reían. Siempre quise escribir un cuento en un bar, pero ahora el cuento me
estaba escribiendo a mí. Ella tiene los ojos prendidos a la ausencia, decía el
cuento, y cree que los años son daños, y espera a nadie vestida de todo. Ella
anuda el cordón de los zapatos a la silla y queda estacada a un espacio
cuadrado de una mesa, y cree que nos ve y nos siente mientras nosotros la
escribimos, dormida, despierta, pestañando, calculando, recordando. Me estaban
escribiendo, y no podía detenerlos. De cada mesa llegaba una o dos o tres
oraciones seguidas. No había tranquilidad en saberme la protagonista de una
historia que no sabía cómo terminaba. Tampoco podía interrumpirlos, pues debía
quebrar la barrera de la distancia y podía complicar las cosas. La mejor idea
era hacerme la desentendida, pero cada frase me enfrascaba en problemas mayores,
tales como: Ella, Bella, se subió a la rama del árbol seco y cayó. Me dolía
verme caer por todos lados. Parece que estaban queriendo escribirme dolores.
Para tratar de no oírlos
inventé una posición extraña que consistía en doblar la cabeza contra el hombro
para que un oído quedara tapado y ponerme la otra mano en el otro oído como si
me picara la cabeza. En esa posición descansaba de mis escritores pero la tortícolis
era peor que los golpes que las palabras me propinaban. Propinar pensé, e
inmediatamente llamé al mozo para darle todo el dinero que tenía en la cartera.
Me miró confundido, un cliente o escritor, se levantó de la silla para armar en
cuatro frases un robo a mano alzada dentro del bar en el que quedaba muerta
sobre la mesa con un disparo en la cabeza. A partir de ese momento entendí que
no tenía muchas alternativas más que levantarme y salir corriendo. Apenas mi
cuerpo empezó a levantarse de la silla entraron al bar cinco personas que
cortaron la salida, se quedaron mirando para todos lados buscando una mesa.
Esperé para ver si alguien se levantaba y les dejaba el lugar pero se fueron.
Hubiera sido lógico que
entonces saliera corriendo, pero algo me decía que si volvía a levantarme algo
peor iba a pasar. Miré detrás de la barra buscando al dueño. Había un hombre
vestido de marrón, sin guardapolvos, secando copas. Lo miré fijo largo tiempo
para ver si levantaba la vista y me miraba. Largo tiempo. Largo tiempo. Entró
en la cocina y nunca más lo volví a ver. Imaginé un camino recto al baño que
parecía estar detrás de una cortina, pero ahora a cada intento de moverme las
voces subían el volumen e inventaban castigos mayores. Creo que ya no me
estaban escribiendo, me estaban encerrando en un bar del que no podía salir.
Cada diez minutos la
historia era más violenta. Enfrenté un escritor y en el momento mismo en que
dije “basta” alguien de otra mesa me tiró una cuchara que cayó dentro de la
lágrima, volcó el vaso y me quemé al grito de “ay”, una
clienta abrió la ventana y gritó “Ay”. Pensé entonces que si ellos repetían mis
gritos al afuera alguien podría rescatarme. Grité muy fuerte: “Ay. Socorro. Ay”
y todos rieron estrepitosamente. Si reían no podrían inventarme accidentes o
dolores o tragedias o amores desencontrados o caídas de pelo y de uñas,
entonces comencé a hacerlos reír. Tiré el vaso de mi lágrima vacío al grito de
Opa. Poco a poco intentaba chistes gestuales como hacerme viento con las manos
y toser como si me estuviera resfriando de mi ventisca. Reían. Poco a poco
dentro de mi miedo se fue abriendo una máquina de invenciones ridículas como seguir
tosiendo y que de la boca saliera una servilleta al mejor estilo de un mago
profesional. Se estaban divirtiendo y aunque parezca mentira yo con ellos.
Empezamos a reír a carcajadas. Todos juntos. El mozo se acercó bailando un vals
con la bandeja y me dejó la cuenta que pagué inmediatamente escondiéndole una
moneda que hice aparecer de su bragueta. El grito de las carcajadas fue tan
fuerte que la gente que pasaba por la calle se asomó para ver qué estaba
pasando mientras me levantaba para salir por la puerta airosa.
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