miércoles, 27 de agosto de 2014

martes, 12 de agosto de 2014

esperando la primavera...




Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires


abriéndole la puerta a agosto...



Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires

abriéndole la puerta a agosto...



Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires

jueves, 7 de agosto de 2014

cada cosa en su lugar...







Cada cosa en su lugar y en cada lugar una cosa,
un lápiz, un anillo, un espantapájaros,
sería mejor sujetarlos a una palabra,
para que se levanten de la materialidad,
y la nevera del dolor se derrita,
y el glaciar del corazón se pueble,
y el mundo siga en pie.



miércoles, 6 de agosto de 2014

MÍNIMAS DE ABELARDO CASTILLO PARA ESCRITORES


-Podrás beber, fumar o drogarte. Podrás ser loco, homosexual, manco o epiléptico. Lo único que se precisa para escribir buenos libros es ser un buen escritor. Eso sí, te aconsejo no escribir drogado ni borracho ni haciendo el amor con la mano que te falta ni en mitad de un ataque de epilepsia o de locura. 


-Un albañil puede habitar la casa que construye, decía más o menos Sartre, un sastre usar el traje que ha hecho: un escritor no puede ser lector de su propio libro. Un libro es lo que los lectores ponen en él. Ningún escritor puede agregar un sentido nuevo a sus propias palabras. Si puede hacerlo, debería escribir el libro otra vez.

- Lo mejor que se ha dicho sobre el cuento es lo que Edgar Poe escribió en su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne. No pienso facilitarte las cosas reproduciéndolo. Tendrás que encontrarlo solo. Un escritor es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Esa es la única diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas.

-Podrás corregir tus textos o no corregirlos. Toltstoi escribió siete veces Guerra y Paz; Stendhal terminó La Cartuja de Parma en cincuenta y dos días. El único problema es cómo se las arregla uno para ser Toltstoi o Stendhal.

- Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso.

-Los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento. No les creas. Sólo es más larga.

- No te dejes impresionar porque haya existido Dante, Cervantes, o Shakespeare. Todo ocurre siempre por primera vez: también tu libro.

-Los cuentistas afirman que el cuento es el género más difícil. Tampoco les creas. Sólo es más corto. El cuento es díficil únicamente para aquellos que nunca deberían intentarlo. Para Poe era facilísimo, para Cortazar, Chéjov o Hemingway también.

-No intentes ser original ni llamar la atención. Para conseguir eso no hace falta escribir cuentos o novelas, basta con salir desnudo a la calle.

- En general cuesta tanto trabajo escribir una gran novela como una novela idiota. El esfuerzo, la pasión, el dolor, no garantizan nada. Es desagradable, pero es así. No abandones la cama sin meditar en eso.

-Podrás escribir: "Volvió a verla tres días más tarde", pero sólo a condición de saber perfectamente (aunque no lo digas) qué le pasó a tu personaje en esos tres días, y por qué fueron tres días y no una semana o un año.

-No describas sino lo esencial. La posición de un pie, en casi todos los casos, es más importante que el color de los zapatos.

-Lo que llamamos estilo sucede más allá de la gramática. No es lo mismo decir: "ahí está la ventana" que "la ventana está ahí". En un caso se privilegia el espacio; en el otro, el objeto. Toda sintaxis es una concepción del mundo.

- No confundas imaginar con combinar. La imaginación es una locura lúcida. La combinatoria sirve para elegir corbatas.

- Leer una gran novela o un gran cuento es tan hermoso como haberlos escrito. Si nunca lo sentiste, no escribas ficciones ni, por el amor de Dios, te dediques a la crítica literaria.

- No cualquier cosa, por el mero hecho de haberte sucedido, es interesante para otro. Esto vale tanto para escribir como para conversar.

-Cortazar solía decir que empezaba sus cuentos sin saber adonde iba. No le creas. En sus mejores cuentos lo sabía perfectamente, aunque no supiera que lo sabía.

-Los grandes novelistas aconsejan ignorar el final de la historia, no tener nada claro qué hará el personaje en el próximo capítulo, no atarse a un plan previo. A ellos sí podrás creerles, pero con moderación. Digamos, hasta llegar a la página 150. Más allá de eso, saber tan poco de tu propio libro ya es mera imbecilidad.

-Cuidado con Borges, Kafka, Proust, Joyce, Arlt, Bernhard. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Se pegan a tus palabras como lapas. Esa gente no escribía así: era así.

- Hay cierta clase de grandes escritores a los que uno, después de leerlos, quisera llamar por teléfono. Esto lo decía Salinger, y Salinger, justamente, es uno de esos escritores.

- Hay otra clase de grandes escritores a los que mejor no conocer: son la mayoría.

- No creas en las máximas de los escritores. Tampoco en éstas. Lo que cautiva de una máxima es su brevedad; es decir, lo único que no tiene nada que ver con la verdad de una idea.



Fuente: Ser Escritor. Abelardo Castillo. Editorial Seix Barral.

domingo, 3 de agosto de 2014

Bar Do




 Lágrima:
Leche con "una lágrima" de café, es decir, con una gotita que apenas oscurece el tono de la leche. En lugar de "lágrima" bien podría llamarse "gotita", pero al parecer la melancolía tanguera ganó de mano. En otros países se llama "leche manchada". Un consejo: si usted quiere pedir una lágrima en una gran cadena de cafés de la ciudad de Buenos Aires, recomendamos pedirla por su nombre y describir cuidadosamente la bebida, y no decidirse inmediatamente por un macchiato, que aquí no suele ser más que un cortado largo con nombre glamoroso. (Fuente: conexionbrando.com)

Un cartel dice cerrado, pero dentro se ven siluetas de gente sentada una frente a otra. Algunos tienen un vaso, o una taza grande o chica en sus manos. Otros mueven las manos en gestos que podrían decir algo tal como “te lo dije”, “no fue así”, “era mi intención”. Entré queriendo encontrar los colores de las sombras que por fuera fracasaban al sonido de la calle, la sirena y sus luces, el semáforo y su ronquera de esquina fría. Al abrir la puerta se abrió un murmullo al lado mío, quizá a la derecha y a la izquierda, porque delante un mozo con la bandeja equilibrada me decía, “aquella mesa está libre”. 

Cuando abrí la carta me dieron unas ganas tremendas de escribir pero la lapicera y el papel quedaron en la cartera roja. No hubo otra opción que leerla desde el principio hasta el fin hasta encontrar la lágrima. Siempre me pierdo con la carta como con las novelas, pero el precio de una lágrima en el menú es un número sin decimales. 

Miré la pared del reloj, la pared del espejo, la pared de los cuadros de gente posando para una foto que será enmarcada, la pared de la ventana cerrada, el piso de madera, el techo alto con vigas oxidadas. Entoné un “tarará” que rebotó en eco suave en otra mesa mientras ese alguien bajaba la cabeza y leía un libro. Descubrí una rajadura en la columna del centro del salón y pensé en la posibilidad que todo se derrumbara. 

Un viento fresco entró por la puerta cuando una pareja de ancianos entraron sosteniéndose entre si. Quise calcular la distancia exacta entre la barra y mi mesa, podrían ser dos metros y medio, pero estoy segura que era menos. El murmullo se mezclaba con una música repetitiva parecida a un tango nuevo. Supe entonces que había que prestar atención a las palabras que empezaban a rebotar contra las mesas. No podía escribir, entonces debía recordar. Casa. Avenida. Azúcar. Tergopol, pool, medias, acero quirúrgico, nostalgia, espadol, partir. A medida que aparecían quería componer una frase, pero si bien al principio sonaban una a una, en breve coincidieron entre ellas, y ya eran diez, y veinte y treinta palabras dichas al mismo tiempo. Como un coro cuando el director cierra la mano en el aire queriendo cerrarlo, se hizo un silencio absoluto y nació mi susto.  

Respirar al ritmo del segundero del reloj, crujir el azúcar en la taza mientras giraba el líquido blanco, era tranquilizante. Tres chicas se golpeaban el hombro unas a otras y reían. Siempre quise escribir un cuento en un bar, pero ahora el cuento me estaba escribiendo a mí. Ella tiene los ojos prendidos a la ausencia, decía el cuento, y cree que los años son daños, y espera a nadie vestida de todo. Ella anuda el cordón de los zapatos a la silla y queda estacada a un espacio cuadrado de una mesa, y cree que nos ve y nos siente mientras nosotros la escribimos, dormida, despierta, pestañando, calculando, recordando. Me estaban escribiendo, y no podía detenerlos. De cada mesa llegaba una o dos o tres oraciones seguidas. No había tranquilidad en saberme la protagonista de una historia que no sabía cómo terminaba. Tampoco podía interrumpirlos, pues debía quebrar la barrera de la distancia y podía complicar las cosas. La mejor idea era hacerme la desentendida, pero cada frase me enfrascaba en problemas mayores, tales como: Ella, Bella, se subió a la rama del árbol seco y cayó. Me dolía verme caer por todos lados. Parece que estaban queriendo escribirme dolores. 

Para tratar de no oírlos inventé una posición extraña que consistía en doblar la cabeza contra el hombro para que un oído quedara tapado y ponerme la otra mano en el otro oído como si me picara la cabeza. En esa posición descansaba de mis escritores pero la tortícolis era peor que los golpes que las palabras me propinaban. Propinar pensé, e inmediatamente llamé al mozo para darle todo el dinero que tenía en la cartera. Me miró confundido, un cliente o escritor, se levantó de la silla para armar en cuatro frases un robo a mano alzada dentro del bar en el que quedaba muerta sobre la mesa con un disparo en la cabeza. A partir de ese momento entendí que no tenía muchas alternativas más que levantarme y salir corriendo. Apenas mi cuerpo empezó a levantarse de la silla entraron al bar cinco personas que cortaron la salida, se quedaron mirando para todos lados buscando una mesa. Esperé para ver si alguien se levantaba y les dejaba el lugar pero se fueron. 

Hubiera sido lógico que entonces saliera corriendo, pero algo me decía que si volvía a levantarme algo peor iba a pasar. Miré detrás de la barra buscando al dueño. Había un hombre vestido de marrón, sin guardapolvos, secando copas. Lo miré fijo largo tiempo para ver si levantaba la vista y me miraba. Largo tiempo. Largo tiempo. Entró en la cocina y nunca más lo volví a ver. Imaginé un camino recto al baño que parecía estar detrás de una cortina, pero ahora a cada intento de moverme las voces subían el volumen e inventaban castigos mayores. Creo que ya no me estaban escribiendo, me estaban encerrando en un bar del que no podía salir.

Cada diez minutos la historia era más violenta. Enfrenté un escritor y en el momento mismo en que dije “basta” alguien de otra mesa me tiró una cuchara que cayó dentro de la lágrima, volcó el vaso y me quemé al grito de “ay”, una clienta abrió la ventana y gritó “Ay”. Pensé entonces que si ellos repetían mis gritos al afuera alguien podría rescatarme. Grité muy fuerte: “Ay. Socorro. Ay” y todos rieron estrepitosamente. Si reían no podrían inventarme accidentes o dolores o tragedias o amores desencontrados o caídas de pelo y de uñas, entonces comencé a hacerlos reír. Tiré el vaso de mi lágrima vacío al grito de Opa. Poco a poco intentaba chistes gestuales como hacerme viento con las manos y toser como si me estuviera resfriando de mi ventisca. Reían. Poco a poco dentro de mi miedo se fue abriendo una máquina de invenciones ridículas como seguir tosiendo y que de la boca saliera una servilleta al mejor estilo de un mago profesional. Se estaban divirtiendo y aunque parezca mentira yo con ellos. Empezamos a reír a carcajadas. Todos juntos. El mozo se acercó bailando un vals con la bandeja y me dejó la cuenta que pagué inmediatamente escondiéndole una moneda que hice aparecer de su bragueta. El grito de las carcajadas fue tan fuerte que la gente que pasaba por la calle se asomó para ver qué estaba pasando mientras me levantaba para salir por la puerta airosa.